La muerte de Lara Arreguiz y la dolorosa foto que muestra el
peor rostro de la pandemia en Argentina
Tenía apenas 22 años, se contagió de COVID y pasó horas
tirada en el frío piso de un hospital público de Santa Fe. Esperó una cama en
terapia intensiva que llegó tarde. No se salvó. La imagen de sus últimos
momentos de vida sacuden la conciencia
25 de Mayo de 2021
La foto de Lara Arreguiz conmueve a todo el país. Su muerte
indigna en medio del horror de la pandemia.
Es más larga de relatar la odisea que la llevó a la muerte,
que los cortos años de su vida joven, 22, quemados en la hoguera fatal de la
pandemia y la falta de recursos. Lara Arreguiz murió el viernes 21 de mayo, a las 3
de la mañana, en
el Hospital Iturraspe de Santa Fe, víctima del Covid y de cierta desidia que
trató de enfrentar el mal sin medios, sin camas de hospital, sin oxígeno
suficiente para salvar a una chica que se bebía los vientos, que le
plantaba cara a su diabetes, que amaba a los animales, que quería ser
veterinaria, que llevaba en su bolso último unas fotos familiares, que vivía
sola en Esperanza, a treinta kilómetros de Santa Fe, porque allí late parte de
la Facultad de Ciencias Veterinarias de la Universidad Nacional del Litoral;
una chica que tenía como mascotas, en su casa, a tres perros, dos gatos (una,
negra y resabiada) y dos serpientes, que lucía cerca de su sien derecha un
corazón tatuado en rojo, tal vez una esperanza, o un amor desolado, o un futuro
por venir. Una chica que ahora está muerta.
Accedió a una cama de hospital porque el virus la venció y
porque no quería darse por vencida: se acostó en el piso embaldosado del
hospital, su madre tomó
la foto, la imagen
sensibilizó algo, o a alguien, y Lara tuvo así su cama que le prometía en
silencio la salvación imposible.
Lara indefensa, abandonada a su destino en el piso de un
hospital, es la Argentina de rodillas frente al virus y frente a la ineficiencia de las
autoridades que hace cinco meses prometen vacunas que no llegan y eligen culpar
por la crisis a los medios de comunicación y a sus enemigos políticos.
Lara llevaba el nombre que Boris Pasternak imaginó para su
heroína del “Doctor Zhivago”. A su modo, fue una heroína de sí
misma, tarea nada fácil de cumplir. Nació en 1999, cuando el gobierno de la
Alianza llegaba al poder y se incubaba el descalabro del corralito y de la
crisis del 2001. A los diez años le detectaron diabetes, insulino dependiente,
frágil y con coraje. Padeció en algún momento un tipo de desorden alimentario
que la hizo perder veinte kilos. Volvió.
Era una luchadora.
El jueves 13 de mayo volvió también del gimnasio, porque si
bien no era deportista, ni amante de los deportes, tomaba lecciones de artes
marciales. Tuvo frío después del baño, frío y tos, buscó el calor de la estufa
y la paz de la noche. En vano. Al día siguiente seguía la tos y nació la
preocupación, la duda, el presentimiento. Lo normal en esta época de pandemia: te
duele una uña y pensás lo peor. Lara hizo lo que se debe hacer: llamó
al papá Alejandro y a la mamá Claudia para que la fueran a buscar. Cuando es
preciso volver a la cuna, no se debe hacer otra cosa. Claudia recurrió a
las nebulizaciones, al puff que ayuda a los asmáticos, pero Lara se sentía
ahogada, incapaz de respirar.
Lara en su casa vivía con tres perros, dos gatos y dos
serpientes. "Odiaba a las injusticias y el maltrato animal", acreditó
su mamá
La llevaron entonces al Hospital Protomédico Manuel
Rodríguez, de la ciudad de Recreo. Allí no había camas. Había, sí, una silla de ruedas donde la sentaron y le dieron
oxígeno durante cuatro horas. Y a las siete y media de la tarde le pidieron que
regresara el lunes tempranito, a las ocho y media, para hacer unas placas. Las
placas revelaron una pulmonía bilateral provocada por Covid: en dos días, el
virus se había adueñado de los pulmones de Lara. Le medicaron un antibiótico
oral cada ocho horas y nebulizaciones. Y le aconsejaron consultar en el Iturraspe en
procura de un lugar.
Pero Lara soporta sólo quince minutos en casa y vuelve a la
espantosa sensación de ahogo. Al mediodía del lunes, tercer día de la
infección, su madre ruega que le permitan el ingreso al hospital: su hija está descompensada, se
desmaya; pasa a una sala de espera abarrotada, de gente sola, sin acompañantes:
sólo ella está junto a su hija,
porque Lara ni siquiera puede explicar qué siente, qué le pasa. Un enfermero es
quien decide cuáles pacientes precisan respiración asistida y cuáles pasan a la
guardia común. Todos los enfermos, sospechados de Covid o aquejados por
otros males, comparten ese espacio en común.
Madre e hija son atendidas por una enfermera que, luego de
algunas preguntas, les pide que esperen, otra vez más espera, en el hall de
entrada. Lara necesita estar horizontal. La mamá pide una camilla que le niegan
porque es para ser usada por una paciente de riesgo. Los protocolos son los
protocolos. Lara elige el piso, la madre le advierte: está frío, y sucio. Lara
se acuesta en el piso frío y sucio. Entonces Claudia coloca el bolso a
modo de almohada. La foto es de una desolación devastadora. Lara en posición
fetal, barbijo celeste, con una campera de mamá como colchoneta, con los
reflejos rojizos en el pelo que acaso hayan hecho perder el sueño a algún galán
de la facultad, parece recuperar fuerzas con una siesta salvaje después de un
día agitado de juvenilia. Pero otra mujer, una extraña, percibe el desamparo,
se quita su campera de jean desgastada y abriga ese cuerpo joven que parece
descansar. A
Lara le quedan noventa y seis horas de vida.
La foto se replica miles de veces, mientras los pulmones de
Lara, que amaba a los animales, empiezan a colapsar. Ese lunes a la noche, surge
una cama para Lara en el Hospital Iturraspe, mientras las autoridades admiten
que ya no hay “camas críticas” ni en Santa Fe, ni en Rosario, ni en Rafaela. El martes, una médica y una
asistente social se comunican con los padres de Lara. Se trata de reseñar el cuadro clínico
y coordinar las visitas. Pero el miércoles Lara pasa a terapia intermedia para
controlar sus niveles de insulina. El jueves, la glucemia estaba controlada,
pero los pulmones estaban muy dañados.
El padre la ve, es una imagen dura como son las escenas de
una terapia de cualquier intensidad. Lara, por señas, todo transcurre delante y detrás
del cristal de una ventana, le dice que le cuesta respirar. Las enfermeras repiten el canto
sagrado, es joven, fuerte, hay que esperar, esta maldición se pelea minuto a
minuto. El jueves, el padre recibe un llamado que le parece extraño, y acaso lo
sea, desde el hospital le preguntan si quiere ir a ver a su hija. Sí,
claro que quiere. Reúne dos o tres tonterías que Lara había pedido:
manzana rallada, una musculosa, una toalla. La encuentra deteriorada, de
costada, con una máscara de oxígeno y con las señas inconfundibles de ahogo. El hombre se quiebra, cabalga
desamparado entre su dolor y el consejo médico que le pide, le ruega, que su
hija lo vea entero.
Cuando el padre regresa a casa, le avisan que Lara pasó a
terapia intensiva y que debieron entubarla. Los padres saben, sienten que un
mundo se derrumba. Termina el jueves. A las tres de la mañana del viernes llega
el llamado del hospital y escucha lo que no cree: Lara murió, ni siquiera
se interesa por detalles clínicos, tres paros cardíacos, maniobras de
recuperación, pero… Es el padre quien avisa a la madre. Y ya está.
"Se nos fue una de las grandes. Te vamos a extrañar
tanto que no entra en palabras", expresaron desde la organización S.O.S.
Caballos de Santa Fe
Salvo para sus seres queridos, sus hermanos, el círculo
concéntrico de sus familiares y amigos donde sí dejó unas marcas profundas e
imborrables, Lara
no dejó más huellas. No es la Lara de Pasternak, nadie le enseñó a tocar la
balalaika. Ni
siquiera sabemos que tan buena veterinaria pudo haber sido, ni cuánto la
extrañarán sus mascotas, ahora repartidas entre amigos y familia.
Sí rondan por las redes algunas fotos cedidas por sus
íntimos. En todas se la ve a Lara, con los reflejos rojizos, besar a
alguno de sus animales. Se ven sus tatuajes, el corazón de la sien
derecha, la pierna izquierda llena de arabescos, digna de “El Hombre
Ilustrado”, de Ray Bradbury, y unos laureles alrededor del cuello, como la
ofrenda que los dioses reservaban para los héroes homéricos.
Una de esas fotos es muy graciosa. Se la ve dándole un beso
en la mejilla a un ternero, y el ternero abre unos ojos como para decir. “¿Es
cierto esto?” Otra foto la muestra junto a un perro de narizota negra,
muy afable, pero con un dejo en lo profundo de los ojos que promete: “Tocás
a mi reina y te mastico la yugular”. Y en otra, la más tierna y
dramática, se ve a un caballo a una materia de recibirse de matungo, lastimado,
desgreñado, crenchas de pelo como manchones, flaco, entrado en años, que
también recibe con melancólica esperanza, un beso de Lara.
Más de setenta y tres mil Laras hemos perdido en la pandemia.
Y aquí
vamos, soñando que regresan a casa.
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